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Aylan

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El mar le escupió a la criatura y le dejo sin vida en una playa griega. No llevaba chaleco salvavidas ni sabía nadar. Había salido hacía pocos días con su familia de una costa turca para llegar a Europa. Huían de Siria, de la guerra, la muerte y la barbarie; subieron los seis a aquella patera que iba a navegar tan sólo 24 kilómetros para abrazar la tranquilidad de la Europa comunitaria. Albergaban la esperanza de la paz. Pagaron 6.000 euros a los traficantes, mil por cada plaza. El mar, poderoso y canalla, se tragó al pequeño junto a su hermano dos años mayor. Sólo llegaron con vida dos de los seis sirios que se habían aferrado a una esperanza tambaleante.

Su cuerpecito sin vida fue fotografiado boca abajo, con la carita hundida en la arena. Llevaba zapatos, pantalón corto azul y camiseta roja. Su fotografía estremeció al mundo de modo que los medios dieron su nombre: se llamaba Aylan Kurdi, tenía tres años y murió junto a su hermano Galip, de cinco, y su madre, Zeynep.

Cuando conocimos sus nombres los sentimos más cercanos, descubrimos que cada uno de esos seres humanos tenía el rostro, la historia y la dignidad que presupone tener un nombre.

Tienen su propio nombre los miles y miles de seres humanos que deambulan por nuestra vieja Europa mostrando en sus rostros desesperados la súplica de acogida.

Por estos lares se nos habla de otros nombres: el del pulpo Pol, que en su día adivinaba porvenires deportivos y consumía minutos de televisión entre las risas del respetable, el del perro Excalibur, sacrificado ante una protesta airada mientras su propietaria, enferma de ébola, recibía un sinfín de atenciones en un Hospital, el de Rompesuelas, el toro de la Vega que era sacrificado en un espectáculo esperpéntico mientras masas enfervorizadas gritaban “asesinos” a los lanceros.

Por fin un nombre, el de un niño muerto en la playa, nos recuerda que los refugiados no son números, son seres humanos, con nombre. El pequeño Aylan, en este mundo nuestro que da a conocer tantos nombres de animales, condena nuestra hipocresía burguesa y nos recuerda que en cada refugiado se esconde la grandeza sagrada de ser una persona singular e irrepetible. Con su propionombre.


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